En el corazón de Pilsner Urquell, su fábrica de Pilsen

Estamos en el lugar donde comenzó todo. El ‘Punto Cero’ de la cerveza Pilsner. Entrar en la fábrica de Pilsner Urquell es sumergirse en un reino donde la cerveza es la gran protagonista. No tiene rival. Todo gira en torno a ella desde que traspasas la puerta de hierro que delimita la ciudad de Pilsen de la gigantesca sede de Pilsner Urquell, cuyo nombre quiere decir ‘fuente original’. Un nombre al que hacen honor.
Desde 1842, esta factoría situada en el corazón de la República Checa y a tiro de piedra de la frontera alemana, es uno de los puntos neurálgicos del movimiento cervecero a nivel mundial. Un espacio gigantesco donde tecnología de última generación convive con una tradición que se respira y casi se puede palpar en todo el proceso de elaboración de una cerveza que nació aquí, en Pilsen y que hoy en día llega a los cinco continentes con la obsesión de seguir siendo fiel a la receta original y al espíritu con el que hace 175 años comenzó a elaborarse.
En Pilsner Urquell se honra sobre todas las cosas el agua con el que elaboran su cerveza. La Torre del Agua, de 47 metros de altura, levantada a principios del siglo XX y hoy en desuso, es el símbolo de la que en su día llegó a ser la fábrica más importante del Imperio Austrohúngaro. Tuvo una capacidad de 800 metros cúbicos y estuvo en activo desde 1907 hasta 2005.
El agua es una de las claves que explican la filosofía de Urquell. La fábrica la extrae de la enorme balsa que se extiende a los alrededores de la factoría. Un gigantesco lago subterráneo de unos 360 kilómetros cuadrados que permitiría mantener una producción de 7 millones de hectolitros al año. En la actualidad, el sector cervecero de la ciudad exprime el lago hasta los 5,5 millones, por lo que la regeneración de la balsa de agua está absolutamente garantizada. La obsesión por la calidad del agua llega hasta el punto de mantener unos pequeños embalses con truchas vivas que hacen las veces de ‘termómetros’ que garantizan su calidad. Se extrae a través de pozos excavados de un centenar de metros de profundidad.
Si el agua es clave, otra de las señas de identidad de Pilsner es su apuesta por los ingredientes, que podrían calificarse, de kilómetro cero. A 80 km de la fábrica está la comarca de Saaz, una de las ‘denominaciones de origen’ más apreciadas del lúpulo y obtiene la cebada de las inmensas llanuras agrícolas que conforman esta región de Europa Central, sin duda alguna, uno de los ‘graneros’ del Viejo Continente. La cebada se cultiva en primavera y la cosecha se hace entre julio y agosto. Pilsner compra toda su producción a empresas agrícolas del entorno.
La cervecera maltea su propia cebada, unas 84.000 toneladas al año, lo que le convierte en una fábrica autosuficiente.Suele utilizar unos 15/17 kg de malta por hectolitro. Su capacidad de maltear hace que en el pasado se llegase a exportar malta a un mercado tan cervecero como es el de los Países Bajos. La cebada que utiliza Pilsner germina durante cinco días. Es la primera parte de un proceso de malteado que dura una semana y que se realiza en un edificio de tres plantas donde todo está medido, calibrado y metódicamente estudiado. No se deja nada al azar. Desde la entrada de la cebada, la germinación y el malteado, que dura 18 horas y es controlado por técnicos especialistas desde un panel de control. Los encargados del sistema son rotundos en este sentido: “No utilizamos atajos. Todo lleva el tiempo que tiene que llevar”. La cebada es sometida a temperaturas que rondan los 85º. Es un proceso concienzudo en el que se busca la uniformidad en el tostado.
Si el agua es el alma de la fábrica y la malteadora, el cerebro, los toneleros de Pilsner representan el lazo que une la época moderna con la tradición y una historia, de la que se sienten especialmente orgullosos. Conforman una brigada de ocho trabajadores expertos y meticulosos dirigidos por el maestro tonelero Josef Hruza. No todo el mundo puede ser tonelero en Pilsner Urquell. Previamente hay que haber ejercido como carpintero durante diez años más tres de formación con los propios maestros toneleros de la fábrica. Es un trabajo para toda la vida. En los tiempos en los que toda la cerveza se almacenaba en barricas de roble, llegó a haber hasta 150 toneleros. Los ocho de la actualidad son los garantes de una tradición centenaria al tiempo que mantienen una pequeña producción, realizan labores de mantenimiento de los viejos toneles que pueblan las bodegas y fabrican pequeñas piezas artesanales, todas ellas con el sello del maestro tonelero que las ha elaborado.
Bajo el suelo de la fábrica se extienden las galerías subterráneas de Pilsner Urquell. Construidas, cuentan, por mineros italianos en los tiempos del Imperio Austrohungaro, son las cuevas donde reposan decenas de barriles de roble centenarios. Son el lazo más visible con la tradición y el pasado de Urquell. En ellos se almacena cerveza sin filtrar y sin pasteurizar. Un líquido que es la prueba de vida más palpable que la Pilsner Urquell de 2017, la cervecera que en octubre cumplirá 175 años, mantiene un nexo de unión indisoluble con la que se comenzó a elaborar en 1842.
En las catacumbas, con temperaturas que rozan los cero grados, se respira el aire de otra época. Si uno cierra los ojos, puedes casi imaginar a los antiguos mineros italianos trabajando en la excavación de galerias, a los toneleros breando sus toneles y a los maestros cerveceros de Pilsner Urquell catando una cerveza que ha llegado a pleno siglo XXI fiel a su etiqueta de cerveza clásica.